Día 384
Se resbala por su mejilla una lágrima mientras se miran fijamente sin mediar palabras. Él sostiene su taza de chocolate suspendida en el aire, ella redobla las yemas de sus dedos sobre la mesa de roble, dejando ver sus uñas recién pintadas de un lapislázuli vibrante. La aguja de reloj pronuncia una y otra vez el tiempo que se les va mientras los recuerdos se ahogan en un vaso de agua. El murmullo resulta ser como una música de fondo mal cantada que no deja concentrarse en lo que realmente se deberían decir. Ella no quiere empezar, él prefiere no arruinar lo poco que les queda. Ambos están ahí, sumergidos en un mar de dudas y reproches y disculpas que no saben como pronunciar. Él sabe que no le queda mucho tiempo más, que un boleto de tren lo espera a las seis y de ahí no habrá ni perdón ni esperanzas que valgan la pena dialogar. Y ya es hora, la hora que nunca planearon cuándo se conocieron tres años atrás, más precisamente, el verano más caluroso de sus vidas. Se levanta de su asiento, por fin, y le da un beso en la frente para terminar con el eterno drama. Ella baja la mirada sin pestañear y pronto lo ve marchar y perderse entre el montón. Por momentos se arrepiente de no haberlo detenido y por momentos ruega que no se vuelva para mirarla. Ya estando y sintiéndose más sola que antes, abre su bolso y saca un sobre que no tuvo valor de entregar, dentro estaba su carta de puño y letra, la fotografía de aquel verano y una ecografía tomada hace una semana. Es demasiado tarde para que él lo sepa.